martes, 4 de agosto de 2009

CUENTO DE MARIANO RAMIREZ


Mariano Ramirez es oriundo de Vista Flores. Nació en 1976. Es Licenciado en Comunicación Social. Desde muy temprana edad comenzó a escribir en distintos géneros. Aquí nos deja un cuento ya que se acerca un aniversario más del fallecimiento del General San Martín.

Para leer otros de sus artículos visitar http://www.mariano-ramirez.blogspot.com/


Don José

Me calcé unas bombachas, botas texanas, pañuelo al cuello, una camisa de mangas largas (aunque no hacía mucho frío) y el sombrero que me compré para el Festival de la Tonada. Además del exceso de abrigo, habitaba en mi mochila un discman con algunos compact disc de Rodrigo para bailar con ritmo de cuarteto cuando arrasaran las bajas temperaturas y otros de Perales por si acaso consiguiera una cariñosa compañía nocturna. En los bolsillos exteriores de aquel equipaje cargué unas pocas petacas de “Tres Plumas”.
Todo ya estaba encaminado para comenzar el anual campamento en el Manzano Histórico. Solamente restaba montar mi caballo, ya ensillado, y pasar por la casa de mis amigos para que, juntos, iniciáramos el ascenso hasta aquel paraje.
Juan, como en todas las travesías por la montaña y sus respectivos campamentos, llevaba el mate para acompañar los momentos de charla amistosa. En esos instantes la carpa se asemejaba a un confesionario, o bien a un consultorio psicológico respaldando a un grupo de autoayuda. Es que cada uno de nosotros confesaba, al resto de los amigos, todos los problemas y las broncas causadas en el mundo de la ciudad.
Javier, además de la mochila, cargaba a sus espaldas una guitarra criolla con la que interpretaba temas del flaco Spineta y algunos de Lito Nebia. Pero el más transitado en los desafinados encuentros con la música era León Gieco. De folclore, sólo conocíamos unas estrofas de una tonada: “cuando sientas una noche, el sonido de unas cuerdas, es que han llegado a su puerta los amigos que lo quieren. Demuestran que lo prefieren al venirle a cantar, y entre afinar y afinar, en el bullicio que crece le vengo a cantar tonadas porque usted se lo merece...”.
Sergio se enredaba cada cinco minutos en discusiones políticas con su primo Miguel. Pero más fuertes, y hasta hirientes, eran los entreveros que se producían cuando Héctor y yo tocábamos el tema de los derechos humanos. Yo había comenzado a militar en el Partido Socialista y Héctor hacía dos años que era oficial de la policía. Era inevitable que nuestras ideologías tendieran a repelerse cada vez que nos juntábamos.
Sin embargo éramos buenos amigos y la tradición de reunirnos junto a miles de jóvenes todos los años para el 17 de agosto, en El Manzano, superaba toda riña ideológica o política que se pudiera dar.
-Recién está llegando la gente -dijo Sergio, el más suelto de palabras- ¿les parece que nos instalemos allí, cerca de los baños, o nos alejamos de los camping?.
-Vamos más lejos de aquí -sugerí- donde podamos atar los caballos.
Luego de desensillar armamos la carpa y a eso de las seis de la tarde ya estaba, en forma de choza aborigen, la leña dispuesta a ser encendida. Mientras yo desparramaba las brazas, Javier arrojaba sal sobre la carne y Juan limpiaba con la sección “Clasificados” del diario del domingo anterior la parrilla de hierro del 8.
El sol comenzó a inclinarse sobre la cordillera y con sus brazos de luz saludaba hasta el próximo día. En tanto el astro se escondía, daba comienzo la fiesta (no la que organizaba el municipio, que estaba toda la tarde, sino la que se armaba en los fogones de cada carpa).
Se limpió las manos con su jeans desgastado y desenfundó la guitarra. Mi amigo Javier entonó las primeras notas de “La balsa” y fueron acercándose, tímidamente al principio, pero con entusiasmo después, las habitantes de la carpa más cercana.
También llegaron al fogón unos santiagueños con guitarra, quienes esbozaron algunas chacareras. Se fue impregnando la noche fría de ese particular ambiente que se genera en los campamentos masivos: uno se hace amigo, en pocos minutos, de gente que nunca había visto y que probablemente jamás volverá a ver.
Al mejor estilo Chalchaleros, los ponchos salteños son la gala de la noche en el Manzano de Tunuyán, por si cabe alguna duda, en tierras de Cuyo.
Entradas las doce de la noche, deslicé mi mano por los bolsillos de la mochila para sacar la primer petaca de cognac. En ese momento, Héctor, con la autoridad que le proporciona su profesión, me detuvo en el intento y me ofreció un trago de una botella con vino tinto que le había puesto su padre en las alforjas, sobre el equino.
-Es patero –me dijo-, lo hicieron con mosto de las viñas de Vista Flores.
-Los estudios han marcado que esta es una zona muy pródiga para el cultivo de uvas finas –comentó al pasar Sergio, conocedor del producto enológico.
Tras los comentarios, le entré un buen trago a aquella bebida. Me entusiasmé y le quité la botella. La guitarra seguía sonando junto a la primera voz de mi amigo y el desafinado coro que lo rodeaba. El sonido y las voces (de canto y de conversaciones) se hacían cada vez más nebulosos en mis oídos. Después me contaron que fue producto del alcohol del litro y medio de vino puro que, solo, me tomé.
Allí caí dormido y me ingresaron en la carpa.
-Fui cargado por algunos soldados y en andas crucé la cordillera. Mi estado de salud no me permitía hacerlo solo. Luego me repuse y continuamos el viaje. Gregorio cruzó por Uspallata, mientras que los otros grupos nos repartimos por el Planchón y el Portillo. El ejército estaba encaminado hacia Chile. Allí nos esperaba ansioso el General don Bernardo O’Higgins. Sabés Manuel, la libertad de la América fue siempre un sueño para mí, pero luego de la derrota en Cancha Rayada creí que los realistas nos pasaban por encima. Temí Manuel, pero el valiente Ejército de Los Andes creyó en mí, recuperé fuerzas y gracias a todos los hombres que tras de mí fueron, despojamos a las tropas reales de nuestra hermana tierra chilena.
-Y después don José, qué sucedió con Perú. Cuénteme General.
-¡Hay Manuel!. Qué cansado estoy ya de tanta hazaña cumplida. Protector me declararon los peruanos, y pretendí en aquel momento continuar la gesta con la ayuda de Bolivar, pero mis intentos fueron en vano. En Guayaquil Simón no dejó claras las cosas. Bien se sabrá cómo fue, ese encuentro, en un futuro. El tiempo y los hombres se encargarán de asignar responsabilidades de lo que pueda llegar a suceder en este continente. Luego de haber estado con él, le envié una carta en la que le digo que “los resultados de nuestra entrevista no han sido los que me prometía para la pronta terminación de la guerra. Desgraciadamente –le comento- yo estoy firmemente convencido, o de que ud. no ha creido sincero mi ofrecimiento de servir bajo sus órdenes con la fuerza de mi mando, o que mi persona le es embarazosa”. Y esto no es nada, le mandé a decir a Simón, en la misiva, que “estoy íntimamente convencido que sean cuales fueren las vicisitudes de la guerra, la independencia de América es irrevocable; pero la prolongación de la guerra causará la ruina de sus pueblos, y es un deber sagrado para los hombres a quienes están confiados sus destinos evitar la continuación de tan grandes males”. De todos modos, Manuel, mi objetivo ya ha sido cumplido y por eso estoy tranquilo. Pronto descansaré unos días en la casa de los Villanueva, en El Totoral, y de allí partiré a mi chacra de Barriales. Descansaré junto a mi hija y viviremos tranquilos el tiempo que sea necesario.
-¿Se acuerda General de aquel triunfo en San Lorenzo?.
-Cómo no me voy a acordar, hijo, si apenas tenías trece años y ya estabas enfrentándote con el enemigo.
-Una verdadera lástima fue lo del Sargento Cabral, pero ¡qué valentía!
-Un gran amigo que he perdido. Cuídate mucho Manuel.
-Yo vivo tranquilo don José.
-Y cómo no vas a vivir tranquilo en estos lugares.
-¿Amargo o dulce?
-Como te guste. Te decía que el paisaje que te rodea es maravilloso. Observa esas nubes que atraviesan los cerros. Solo aquí se puede contemplar tanta maravilla junta.
-Sabe lo que sucede General, cuando uno se acostumbra a vivir aquí no aprecia los detalles de la naturaleza.
-Gracias por el mate Manuel, pero necesito descansar antes de continuar el viaje. Me voy a estirar unos minutos, si no te molesta, bajo aquella planta de manzanos.
-Haga lo suyo General, que aquí lo estaremos esperando para cuando usted decida bajar.
Y cuando se me abrieron los ojos, repletos de lagañas, sentí amarga la boca y el hígado algo inflamado. El sol despeñaba sus rayos sobre la carpa y el calor era insoportable ese mediodía en el Manzano Histórico.
Una sola era la decisión que debía tomar para aliviar ese momento de pesadumbre: acudir al arrollo para lavarme la cara con ese fresco líquido que baja de la montaña.
Entonces me recliné sobre la margen izquierda de aquel cauce y los ví. Como en un espejo, la figura del General don José de San Martín y su amigo Manuel Olazábal conversaban pausadamente, como en mi sueño.
Hasta hace unos años atrás el monumento “Retorno a la Patria”, que representa el local encuentro, estaba completo. La cola del mular y algunas partes del cuerpo de Olazábal estaban destruidas, no por la corrosión que provoca el tiempo, sino por los desatinados que no conocieron el mensaje de ese encuentro.
Ahora pienso seguidas veces en todo aquello, hace no se cuánto tiempo atrás. Ochenta y tres años me ha tenido la vida atado a sus caprichos, pero tras mirar oníricamente el pasado del General y mi octogenario pasar por esta tierra puedo decir que, en este presente año 2050 y luego de haber leído una gran diversidad de libros sobre el héroe, no es difícil confundirse a la hora de narrar algunos pasajes. Y como no recuerdo muy bien las fechas de lo ocurrido puedo llegar a arriesgar que ese tal José de San Martín aún vive. Tal vez, únicamente, en mi memoria.

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